Eran las 7:30 h de la mañana de un 17 de enero y ese día de trabajo iba a ser diferente. Hacía horas que la supervisora nos había comunicado que se estaba desalojando a los pacientes de la planta porque la unidad se convertía en una planta COVID.
El grupo de Whatsapp no paraba de notificar mensajes de compañeras con miles de preguntas. Tengo la suerte de trabajar en un equipo excepcional, multidisciplinar y acostumbrado a una gran carga de trabajo.
Mientras me dirigía al hospital tenía la sensación de que las calles estaban más vacías que otras veces y había pocos coches circulando. En la puerta los vigilantes de seguridad pedían los identificadores para poder acceder al centro, había silencio, no se escuchaban esos saludos con energía y esos buenos días con ganas de empezar el trabajo.
Recuerdo que una compañera llevaba palillos para darle al botón del ascensor, aunque muchos subíamos por las escaleras sin querer tocar nada con nuestras manos.
Cuando accedí a la unidad pensé que el pasillo estaba desolado. Al estar acostumbrada a ver movimiento de familiares entrando y saliendo de las habitaciones, de pronto me encontré con que ahora estaba vacío, lleno de cubos de basura, un gran olor a lejía y, a lo lejos, dos compañeros con EPI que parecían astronautas.
Estaba asustada, mi cabeza no paraba de pensar, tenía ganas de llorar, buscaba la mirada de algún compañero que me dijera que todo iba a salir bien. Tras el relevo nos organizamos el trabajo y decidimos quiénes se iban a poner el EPI. Teníamos un protocolo de organización, pero nadie nos había dado formación sobre la colocación del EPI ni sobre cómo trabajar con estos pacientes. Por nuestra cuenta buscamos información, trabajábamos casi por ensayo error, pero con nuestra profesionalidad y con nuestra, mayor o menor, experiencia como profesionales enfermeros, diseñamos una buena metodología de trabajo.
Me vestí para ver a los pacientes, tomar constantes y repartir medicación. Recuerdo que al ponerme el EPI se me venían imágenes que había visto los días anteriores en las noticias y pensaba “ya me ha tocado”, iba con mucho cuidado debido a la inexperiencia. Era una sensación claustrofóbica, no quedaba ni un milímetro de mi cuerpo al descubierto. La primera vez me puse gafas y pantalla, al completo, por si acaso.
Mi paciente era una señora de 63 años que ingresó por una neumonía bilateral debido a una infección por COVID-19. Lo primero que tuve que hacer al entrar a la habitación fue intentar tranquilizarla, cosa nada fácil cuando tú también sientes miedo. Los pacientes ingresaban muy asustados, no sabían qué les iba a pasar y si iban a volver a ver a sus familiares.
Bastaron solo tres palabras con la paciente para que dejara de verla, mis gafas estaban totalmente empañadas, no veía absolutamente nada, le tomé las constantes como pude, la paciente me ayudó y pudimos echar unas risas debido a la situación olvidándonos por unos segundos de toda esta pesadilla.
Los hijos habían conseguido llegar a la planta y se enteraron en ese momento que su madre era positiva. Comenzaron a llorar, estaban totalmente desolados, no podían verla por el aislamiento. Creo que ese momento fue el más duro, pues se puso de manifiesto la soledad con la que los pacientes y sus seres queridos tienen que afrontar este maldito virus.
Pude darle a la paciente el móvil para que se comunicara con su marido y sus hijos.
Tanto ella como yo nos quedamos más tranquilas, sobre todo de ver a la familia algo más serena y confiando en que iba a estar muy bien atendida.
Nuestra ayuda a estos pacientes es imprescindible en todos los ámbitos del cuidado, no solo en las técnicas, sino en el apoyo emocional y en la comunicación.
Siempre me he sentido orgullosa de mi profesión, pero durante esta pandemia mucho más.
Quiero pensar que esta locura de enfermedad nos ha unido más a los profesionales porque hemos sabido trabajar a pesar de las barreras, de la falta de recursos y de información, porque para nosotros el paciente es lo primero y el miedo desaparece cuando vemos que estamos ayudando a alguien que nos necesita.
Camacho Cantero L.