Soy enfermera de una Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) en uno de los grandes hospitales públicos de Madrid. Mi nombre podría ser cualquiera, ya que esta historia podría ser contada por miles de enfermeras/os que han vivido esta guerra desde primera línea.
Nos han llamado “héroes”, nos han aplaudido, nos han cantado y, después de meses… nos han olvidado. Se va a cumplir un año desde que empezó esta batalla y, lejos de ganarla, seguimos luchando y no en primera línea, sino desde dentro. Aún recuerdo con total nitidez los primeros días de aquel infierno.
Semanas antes de que la OMS lo calificara como “pandemia”, los hospitales en Madrid empezaban a llenarse. Pero la vida seguía en las calles. Nadie quería ver la realidad que llegaría unos días más tarde, pero llegó.
Días antes de decretarse el Estado de Alarma, llamé a mi padre desde el hospital. Era un martes por la mañana y las palabras aún resuenan en mi cabeza:
-Papá, mejor no voy a comer. La cosa se está complicando.
-Claro hija, tú lo ves mejor que nadie. Cuídate.
Una semana después nos confinaron. No volví a verle hasta meses después.
El sábado 14 de marzo entraba a trabajar por la noche. Toda España estaba pendiente del televisor cuando se decretó el famoso “Estado de Alarma”, un concepto que hoy nos resulta familiar, pero que en aquel momento te estremecía al oírlo. Cogí mi coche y conduje hasta el Hospital, sola, por una carretera desierta. Llegué al Hospital que me esperaba igual de desierto, casi en penumbra. Apenas me crucé con nadie hasta llegar a la UCI donde todos empezábamos una guerra desconocida. Recuerdo la sensación de esa noche. Reinaba una sensación de vacío y desolación, pero a la vez unas ganas inexplicables de pelear entre tanta incertidumbre.
A partir de ese momento, se desató la locura. Se cerraron quirófanos, se cerraron consultas, se paró el mundo. Los pacientes ingresaban de manera descontrolada, improvisábamos camas y UCI a diario para seguir abriendo hueco y poder llegar hasta donde era impensable que llegáramos. Multiplicamos nuestras camas, nuestros respiradores y nuestros esfuerzos. Todo el personal dejó de ser lo que era y pasamos a ser “soldados de pandemia”. Nadie quería librar, nadie quería descansar, había estallado la guerra y nuestro deber era estar ahí, en primera línea de batalla. El trabajo en equipo era impresionante, gratificante, todos estábamos en el mismo barco y todos queríamos remar hasta desfallecer.
Pero las semanas pasaron y la presión no bajaba. Nuestros ánimos empezaban a decaer y no veíamos el final. Un viernes terminaba mi jornada, exhausta, y volví a casa llorando.
Cuando mi pareja me preguntó, no supe cómo explicarle que no quedaban respiradores en la Comunidad de Madrid y que había 14 pacientes esperando para ingresar en UCI.
¡Lista de Espera para UCI! Son palabras imposibles de entender.
Se desató la solidaridad de la gente. Recuerdo el primer aplauso en los balcones, me estremeció. Era para mí, para nosotros, para todos los que estábamos intentando parar esta locura. Pero los aplausos no fueron suficientes.
Si debo describir lo que hemos vivido con una palabra, elegiría MIEDO. Miedo de los pacientes, que se dibujaba en sus rostros cuando ingresaban solos sin saber si saldrían de aquella UCI. Miedo cuando les explicabas que debías intubarles y se dormían cogiendo tu mano preguntándote si despertarían. Miedo de las familias que dejaban a sus familiares enfermos en la puerta de Urgencias sin saber cuándo recibirían noticias.
Miedo a la temida llamada de que su familiar había fallecido. Miedo a enfermar. Miedo a empeorar. Miedo a morir, solo.
La soledad ha llenado nuestros hospitales desde hace meses. Todas esas pertenencias, metidas en aquella bolsa de plástico azul que se pasaba semanas en la ventana del Box porque nadie podía ir a recogerla, lo que te hacía entender que esa persona que estaba delante de ti llevaba semanas, meses, enferma y sola. Las videollamadas, los mensajes, cualquier esfuerzo era agradecido para intentar acercar un poco más a pacientes y familias, aunque en ocasiones no era suficiente.
Pero el miedo no estaba sólo en esa cama de hospital, también estaba en nosotros. Aún recuerdo la sensación de aquella primera vez. Esa primera vez que entré en ese temido traje, ese temido buzo que después se convertiría en nuestro día a día. Nos vestíamos y desvestíamos bajo supervisión y entrábamos como si abrieras la puerta a un mundo paralelo. Cogí aire y entré a aquel Box nº12. Miré el reloj y los cuarenta minutos que pasé dentro me parecieron una eternidad. Calor, muchísimo calor. Y miedo. Miedo a no hacerlo bien, a cometer un error, a contagiarme y llevarlo a casa. La presión de la mascarilla y la pantalla se volvían insoportables según avanzaba el tiempo. Las gafas empañadas. El cansancio. El miedo. Todo era nuevo. No nos habían preparado para esto.
Pero nos preparamos. Y aprendimos. Y hoy es nuestro día a día. Hoy lo hemos normalizado, nos ponemos ese buzo y esas gafas durante horas, varias veces al día, sin miedo, sin pensar en lo que está pasando. Sin ser conscientes, quizá, de que hemos normalizado una situación terrible. Que seguimos luchando contra un enemigo invisible después de meses en los que el mundo intenta recuperar la normalidad.
Y el cansancio sigue ahí. Pero es otro tipo de cansancio. Ya no es el agotamiento físico de esas jornadas interminables de los primeros meses. Ahora es un cansancio de casi un año peleando, con un EPI que se ha convertido en nuestro uniforme de trabajo cada día, con una fatiga emocional que a muchos nos está pasando factura. En una UCI estamos acostumbrados a la enfermedad, a los pacientes graves y, desgraciadamente, a la muerte. Es nuestro trabajo. Pero a esto no. A esto no puede acostumbrarse nadie. No debe acostumbrarse nadie.
Un año después, nos vemos sumergidos en una terrible tercera ola, esperando la siguiente, sin saber cuál será la última. Y yo me pregunto, ¿Hemos ignorado las señales?, ¿No hemos sabido reaccionar?, ¿Se podría haber evitado llegar a esta situación tan extrema? No lo sé y, quizá, no soy quién para juzgarlo. Pero sé lo que he vivido, sé lo que seguimos viviendo, sin ver el final y sin ningún respaldo.
Siempre he sido enfermera de vocación, amo mi trabajo y siempre lo he tenido claro. Pero debo reconocer que lo vivido en el último año hace replanteármelo todo. Esta situación hace que me replantee mi profesión, mi vocación, mi futuro. ¿Merece la pena tanto esfuerzo? ¿Hemos aprendido algo? Yo espero que sí.